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ISSN 1989-4163

NUMERO 21 - MARZO 2011

Cada Siete Olas

Itziar Minguez Arnáiz

Autora: Daniel Glattauer. Alfaguara. 29€.

TENSIÓN SEXUAL YA RESUELTA

Daniel Glattauer fue finalista del prestigioso German Book Prize por su novela “Contra el viento del Norte”, ahora con “Cada siete olas” pone fin a la aventura entre Leo Leike y Emmi Rothner, sus dos protagonistas.

Tanto la primera parte como su secuela contienen todos los elementos necesarios para enganchar al lector: azar, tensión sexual no resuelta y el aliciente de integrar las nuevas tecnologías no como recurso sino como parte de la narración, hasta el punto de convertirse en soporte y piedra angular de lo que se nos cuenta.

La historia es sencilla. Dos desconocidos se ponen en contacto por error a través de un e-mail que llega al destinatario equivocado. Como premisa argumental puede parecer pobre o manida pero la forma en que Glattauer va trenzando la historia es lo que la convierte en algo más que un súper-ventas sin otro objetivo que entretener al lector.

La influencia que las nuevas tecnologías tienen en nuestras vidas -en concreto las nuevas herramientas para comunicarnos- está tratada no sólo en la forma bajo la que se presenta el libro, compuesto exclusivamente por mails sin concesiones al diálogo ni a la acción, también está presente en uno de los rasgos de la personalidad de su protagonista masculino: Leo Leike está elaborando un estudio  psicológico sobre cómo las nuevas formas de comunicación afectan al lenguaje. De una forma completamente inesperada su propia vida se transforma en el objeto de su estudio y llega un momento en el que vida y proyecto se entremezclan haciendo desaparecer la línea fronteriza que los separaba.

Esta es la parte que más me interesa: el modo en que nuestra forma de comunicarnos ha cambiado desde la aparición de nuevos soportes como el teléfono móvil y el ordenador (con todas las aplicaciones que estos nos ofrecen a su vez). La inmediatez en la respuesta ha pasado a ser el objetivo principal de nuestra necesidad de expresarnos. Ya no importa tanto plantear cuestiones como obtener una respuesta inmediata que sacie nuestra sed de ser atendidos. 160 es una cifra que ya significa algo en la nueva era de la comunicación: son los caracteres que twitter pone a nuestra disposición para expresarnos. También los SMS nos ofrecen este número mágico que nos obliga a ahorrar no solo palabras, también silencios, llevándonos a amputar el lenguaje,  seccionarlo y explotar nuestra capacidad de síntesis para poder dejar constancia en el mundo de que nosotros también opinamos, sentimos y tenemos una ideología o carecemos de ella.

Esta necesidad de comprimir la idea hasta reducirla a su mínima expresión o la imprevisibilidad a la que nos conduce ese “estar siempre localizables”, tiene de bueno que nos abre un sinfín de posibilidades narrativas, tanto en la novela como en el audiovisual, nuevos terrenos donde explorar otras vías para contar. No siempre se consigue el efecto deseado y la mayor parte de las veces la idea se queda reducida a su propio germen, obteniéndose como resultado historias que se ponen al servicio de la narración en lugar de integrarse en ella como un elemento dramático más.

Nicholson Baker ya demostró en su novela “Vox” cómo se puede pervertir una idea hasta vaciarla completamente de contenido, convirtiendo el diálogo telefónico entre la anónima telefonista y su protagonista en una muestra de la peor literatura de los últimos años. Joel Schumacher, en cambio, salió más que airoso en su película “La última llamada”, donde con ayuda de una cabina de teléfono, un protagonista encarnado por Colin Farrell, una voz en off y contados secundarios trazó una historia de alta tensión dramática. “Cada siete olas” también aprueba con nota. La acción transcurre de una manera fluida y consistente. Uno de sus mayores aciertos es el uso del humor: rápido, ingenioso, ráfagas que funcionan a lo largo de la narración como un running-gag. Daniel Glattauer no traiciona a los personajes, que actúan movidos por sus propios impulsos pero nunca embestidos ni absorbidos por el poder de lo que se cuenta o de lo que podría contarse si el autor se dejara llevar por el camino fácil. Todo lo contrario, prefiere elegir el camino que sitúa a los personajes (y al lector) en el lugar más incómodo y seguir alimentando esa fantasía del amor que es, al final, el amor mismo. A partir de esta incomodidad los personajes manejan la historia desde sus respectivas soledades creando un microcosmos donde todo cabe porque todo está contenido a su vez. A través de sus e-mails, Leo Leike y Emmi Rothner, se enfrentan a sus respectivos buzones de entrada con el objetivo de abrir  su armario emocional para refugiarse en él y protegerse de un mundo real cuya irrealidad se vuelve abrumadora mientras ellos transitan con impunidad su universo virtual.

Durante la primera entrega “Contra el viento del Norte”, la relación de los protagonistas no pasa del plano estrictamente virtual y al agónico final de esta primera parte le siguió un espacio de tiempo suficiente para aprovechar el tirón mediático que el libro había alcanzado. Por eso se devora la segunda parte “Cada siete olas” con una avidez que produce cierto sonrojo. En esta última entrega los encuentros físicos entre los personajes no son narrados como parte de la acción, sacando así provecho a la rentabilidad dramática que da la elipsis cuando el recurso está bien empleado.

Que nadie espere un libro profundo, pero es una oportunidad de divertirse y engancharse a la lectura, con un diálogo ágil, original y sugerente, que no defrauda, aunque tal vez su final no pueda estar en ningún caso a la altura de su desarrollo. Como la vida misma. Es el precio a pagar por los finales felices y por la tensión sexual desde el mismo momento en que se resuelve.

 

Contra el viento del norte

 

 

 

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